Los párrafos de hoy sobre “Viento de furioso empuje”
(a la venta en Amazon) son inéditos en Internet. Eso sí, fueron publicados en
la primera edición de la novela (solo en papel) y ahora vamos por la segunda,
revisada, ampliada y con opciones de papel o ebook. Como ejemplo de cierta singularidad,
diré que las siguientes 500 palabras aluden al lugar más extraño del mundo en
el que ocultar libros.
Capítulo XX. El guardián de los libros
Yunán y Policronio se habían distanciado un buen
trecho de la cabaña. Cruzaban el bosquecillo camino del río, pero no en busca
del dificultoso sendero por el que llegó Yunán, sino al encuentro de otra
vereda más transitable que el pastor conocía y que se hallaba a corta distancia
de la anterior. Caminaban ojo avizor, recelosos de toparse con la fiera herida.
Cualquier sonido de la floresta les alertaba aún más y ocasionaba que el avance
fuese lento.
El camino comenzó a descender. En ese
punto, Policronio dejó su carga detrás de unas matas y decidió internarse en el
bosque.
—Dame los libros, Yunán, vamos a
guardarlos.
—¿Guardarlos aquí? —preguntó extrañado
Yunán.
—Sí, aquí, sígueme.
Avanzaron un poco más entre la maleza,
apartaron diversos matorrales y espinos que impedían el paso y se plantaron
ante una pared rocosa en la que se abría un pequeño orificio semejante a una
madriguera de alimañas. La entrada del escondrijo, que en realidad era
suficiente para que entrase una persona, estaba casi oculta con rastrojal seco
acumulado por el viento y algunas piedras que Policronio tuvo que retirar tras
dejar los libros a mano. El bizantino se agachó e introdujo su cuerpo en la
abertura, comenzando por las piernas. Desapareció en el interior de la
madriguera y al cabo de un instante sacó los brazos, tomó con cuidado los
libros y se volvió a internar. Yunán, que se encontraba agachado frente a la
entrada, advirtió que una luz resplandecía en el interior y oyó que Policronio
le llamaba.
—Yunán, ya puedes entrar, quiero
enseñarte lo que hay aquí. Ten cuidado al principio, el techo es muy bajo,
tendrás que caminar en cuclillas.
Intrigado ante la llamada, Yunán no se
lo pensó dos veces y se introdujo en la covacha. En esos instantes la
curiosidad influía en él mucho más que la prisa. Caminó agachado una docena de pasos
hacia una luz que Policronio, erguido, mantenía en la mano. Cuando llegó a su
altura, donde la covacha se agrandaba en todos los sentidos y se convertía en
una gran caverna de techos altos, el bizantino agarró su brazo y le ayudó a
ponerse en pie. Yunán, entre las piernas entumecidas y la escasa luz, tardó
algún tiempo en reparar que había entrado en un mundo de otra era. Las paredes
aparecían cubiertas de pinturas rupestres, algunas de ellas bicromales, que
representaban la caza de fieras salvajes. También pudo distinguir escenas de
caballos, ciervos, gacelas, felinos y elefantes en actitudes diversas, además
de cuantiosos signos triangulares y huellas de manos.
—¡Dios bendito, lo que hay aquí! —profirió
Yunán—. Podrías haberme avisado.
El bizantino, que aguardaba en silencio
las reacciones de Yunán, se limitó a contestarle.
—Me gusta sorprender, sígueme a otra
sala y dejaremos los libros.
Continuaron a lo largo de varios
pasadizos, donde a veces precisaron sortear restos de huesos humanos y ajuares
de apariencia muy arcaica. Concluyeron su recorrido frente a una sala menor en
la que, desentonando a más no poder de todo lo anterior, se ubicaba un gran
armario de madera. Policronio se acercó al armario, lo abrió y le dijo a Yunán:
—Estos son mis libros, tengo más de
doscientos. Doscientos siete para ser exactos.