De la novela “Viento
de furioso empuje” escojo hoy unas páginas que describen la mansión de Bar
Rifat, un sabio librero que es poseedor de toda la cultura de su tiempo y que
llegó a conocer en persona al profeta Mahoma, con el que departió en más de una
ocasión. Sus 108 años de vida, sus miles de libros leídos, su todavía despierta
razón a pesar de la avanzada edad y sus numerosos viajes, convierten a Bar
Rifat en el preceptor ideal para que nuestros dos protagonistas encaucen su
misión con alguna posibilidad de éxito: Se trata de intuir en qué país del mundo conocido podría
hallarse el libro que ellos buscan.
Capítulo
V. La casa del librero
El interior de la mansión de bar Rifat se mostró a los visitantes como el
albergue de otro mundo, de otra época. Frente a la entrada principal, un
amplio ajimez favorecía que la luz del sol, propagándose en todas las
direcciones, inundase la estancia e iluminara sus formas. Paredes blancas,
recubiertas en su tercio inferior con alizar pálido. Techo abovedado, alto,
presumido, carente de vigas y almocarbes. Suelo de alabastrita compacta,
dispuesta mediante losetas que combinaban dos tonos azulados. Mobiliario escaso
que prescindía de lo vano, apenas dos sillas de tijera con asientos de cuero
situadas a ambos lados de un fanal, ahora apagado, cuyo pie de bronce imitaba
el cuerpo de una ninfa.
Ausencia de adornos superfluos en una mansión donde los objetos
decorativos parecían haber sido proscritos. Solo un tapiz de extraño y
atrayente dibujo, solo él, gozaba del privilegio de adornar los muros y de
recaudar para sí cuanto haz luminoso quedaba rechazado en lo blanco. Y frente
al tapiz, a una distancia de veinte largas zancadas, surgía una escalinata
que se bifurcaba para crear una tribuna en semiplanta, cuyos antepechos en
negro intenso resaltaban la nitidez de una sala donde las sillas de tijera,
atemorizadas y perdidas en la amplia dimensión de su entorno, recordaban a
miniaturas de duendecillo.
Los pasos de Yunán, Abdelaziz y Cirilo sonaron ensordecedores en aquella
enorme estancia poco menos que vacía y de suelos pétreos. El joven Cirilo les
solicitó paciencia y abandonó la casa en dirección al patio. Los visitantes
oyeron cerrarse el portalón y alejarse la carreta, con sus conductores
enzarzados de nuevo en la rutinaria controversia mañanera.
Yunán y Abdelaziz ocuparon las sillas de tijera y quedaron en silencio,
incluso sus respiraciones se dejaban oír entremezcladas con algún sonido de
lejana naturaleza que invadía el salón a través del ajimez. Aguardaron largo
rato, esperanzados, sin atreverse a hablar, repartiendo miradas entre la
singular escena del tapiz, acaso alegórica de la suprema creación, y sus
propios rostros.
Algo le decía a Yunán que bar Rifat podía ser el depositario de las
respuestas buscadas por ellos. El ambiente le impulsaba a pensar que no saldrían
defraudados de un lugar donde el conocimiento, a diferencia de la gruta de
Nacor, parecía hallarse presente aun sin manifestarse en documentos a la vista.
Todo allí respiraba armonía y sosiego, como si el poseedor del espacioso
casal lo hubiera destinado al pensamiento puro, a modo de un insólito templo
en el que compartir el sacramento de la sabiduría.
Al fin se escucharon los goznes de una puerta entreabriéndose, seguidos
de pisadas que recorrían la entreplanta. Dos hombres corpulentos, armados de
grandes sables, aparecieron en la balaustrada. Precedían a escasa distancia a un
anciano que desde la tribuna se dirigió a los dos amigos.
—Soy Josué bar Rifat. Bienvenidos a mi casa, os aguardaba desde hace
años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios están moderados. Aparecerán a la mayor brevedad.