En el capítulo 38 de “Viento de furioso empuje” (A
la venta en Amazon, tapa blanda y Kindle) comienza el desenlace de una obra
histórica, documentada a fondo, cuyo meollo es la llamada batalla de Guadalete,
librada en julio del 711. A la novela, además de la necesaria veracidad historiográfica
para hacerla creíble, se le suman las características propias de un relato ideado
para que fuese lo más ameno posible: fantasía, hechos milagrosos, episodios
dramáticos, careos religiosos entre el islam y el cristianismo, amores
imposibles, canto a la amistad y un largo etcétera de aspectos que, desde el
capítulo uno, se han escrito buscando el relato total.
Capítulo XXXVIII. Guadalete
Llanos de Sidonia, octavo
amanecer desde que los ejércitos se avistaron.
Durante
los días que antecedieron a la gran batalla, casi siempre a la caída de la
tarde, las huestes de Tariq lograron hostigar en diversas ocasiones a los
hombres del rey. Los rifeños arremetieron lo necesario para hacer creíbles unos
ataques, con frecuencia atolondrados, que solían abandonar de improviso y a
favor de la cercana noche. Se trataba de evitar el choque decisivo. En esas
aparatosas retiradas, adornadas ex profeso de cobardía, el ejército berberisco
jamás llegó a mostrar sus arcos y usaron siempre sus peores cabalgaduras, sus
armas más sencillas y sus vestimentas más harapientas. Al decir de Tariq, los
visigodos debían ser convencidos de que sus atacantes no eran más que una banda
de zarrapastrosos. Considerables en número, si se quiere; tan cargantes y
alborotadores como se pretendiera ver, a la par que inoportunos y codiciosos,
pero harapientos y pelafustanes al fin y al cabo.
Contaba
en el modo de proceder del rais respecto
a sus rivales, además del deseo de atizarles el engreimiento —que la vanidad
ensombrece innúmeras virtudes—, la necesidad de entretenerles para que
transcurrieran casi indemnes las jornadas necesarias. Así, pues, Tariq decidió
recurrir a pequeñas algaras que fueron repelidas sin gran esfuerzo por los
hombres del rey, lo que entre los godos constituyó una forma de diversión
diaria que no dudaron en celebrar a lo grande mientras caían en la convicción
del desgaste y el miedo que ocasionaban a los invasores. Cada uno de los
pequeños triunfos ante los andrajosos rifeños, muy magnificados en el bando
real, daba pie para sazonar la velada con frases de encarecimiento acerca de la
propia valía.
Había que esperar a que los refuerzos llegasen
de África, pero no como una concesión a Manfredo, sino con la intención de
reservar esas tropas para ser usadas en caso de apuro contra Rodrigo o bien en
misiones secundarias de las que dependía un proyecto islamita que iba mucho
más allá de Sidonia.