Sobre la novela “Viento de furioso empuje” (a la venta en
Amazon), inserto hoy 500 palabras del inicio del capítulo XXX, donde se refiere
la entrada furtiva de los protagonistas de la obra en el palacio de un sujeto
desquiciado al que pretenden descubrirle sus crímenes y rescatar a sus
víctimas. Yunán y Witerico, cada vez más asombrados de lo que van descubriendo
en las galerías que recorren, llegan a un punto en el que dan por hecho que no
saldrán vivos de la guarida de Masala.
Capítulo XXX. La morada del
sacerdote
Yunán y
Witerico vieron desaparecer a Policronio al otro lado del tapial y decidieron
rodear el caserón. Encontraron varias puertas y numerosas ventanas, pero unas y
otras ofrecían serias dificultades para entrar: El edificio se hallaba muy
vigilado allá donde los accesos permanecían abiertos o gruesos barrotes
sustituían la vigilancia. Y eso sin contar la ronda, cuyo itinerario
desconocían.
Cuando
juzgaban casi imposible superar la protección del palacio e inclinados a
desistir de la misión, Yunán pisó algo entre la hierba que sonó metálico y que
le impulsó a detenerse por temor a que hubiera sido oído. Se trataba de un
portillo de hierro usado como boca de leñera situada a ras del suelo. La
abertura era pequeña, mediría poco más que el grueso de una persona, pero la
tapa se hallaba desencajada, de ahí el tropiezo, y supusieron que lograrían
introducirse en el sótano.
Como en
la oscuridad no había modo de comprobar el fondo de aquel recinto, Witerico
cogió un pequeño guijarro y lo dejó caer en su interior. La piedra chocó casi
de inmediato contra la leña, dándoles a entender que la leñera se hallaba
bastante llena y que sería posible descolgarse sin demasiado riesgo a una caída
aparatosa. Uno tras otro, ambos jóvenes se agarraron al contorno del portillo e
hicieron pie sobre los troncos. La leña formaba escalones irregulares que
facilitaron el descenso hacia una puerta que filtraba claridad por las
rendijas. Pegaron el oído a esa puerta y no escucharon nada, así que decidieron
abrirla con cuidado y penetrar en la zona iluminada.
Los
visitantes se hallaron en una amplia sala llena de fogones y mesas recubiertas
de mármol, se trataba de la cocina del palacio, carente de actividad en esos
instantes. Bajo una campana, cerca del ventanal enrejado que cubría la parte
alta del semisótano, comenzaba a hervir el agua de un perol al que el cocinero,
ahora ausente, no tardaría en añadirle verduras troceadas y algún que otro
hueso carnoso que llenaban un recipiente contiguo, todo ello destinado a darle
sustancia a un guiso de lo más apetitoso. Aparte del guiso, tres gallos
desplumados y ensartados aguardaban su ración de fuego, que junto a varios
panes recién horneados y un pequeño cofín de higos secos, supondrían la cena de
madrugada de la guardia nocturna.
Fuera de
lo que a simple vista se advertía, también atrajo la atención de los visitantes
una gran despensa repleta de quesos, fiambres, encurtidos y conservas que
observaron a través de una amplia rejilla practicada en la puerta. Y pese a que
el contenido de la fresquera se encontraba enclaustrado con su buen cerrojo,
Yunán pudo distinguir tal cantidad de alimentos, cuyo aspecto parecía
destinado a satisfacer paladares más que a nutrir, que al momento dedujo la
marcada diferencia entre las opíparas raciones destinadas a los inquilinos del
caserón y el sustento tan exiguo del resto de los habitantes de Sayara,
compuesto desde hacía días, según explicó Yaidé, a base de generosas tajadas de
hambre.
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