VIENTO DE FURIOSO EMPUJE

VIENTO DE FURIOSO EMPUJE
Alegoría de la batalla de Guadalete, julio de 711 - Autor del lienzo: J. M. Espinosa

viernes, 27 de abril de 2012

La alquería


  
El siguiente texto corresponde al capítulo IV de "Viento de furioso empuje":

   Marcharon hacia las afueras de la ciudad, no sin que antes el aguador cediese los útiles del negocio a otro miembro de su gremio, que no convenía que la leche se agriase, las almojábanas se revinieran y el peso transportado multiplicara la distancia.
   Y ya en la periferia de Damasco, cuando hacía largo rato que habían cruzado las murallas, Hassán les hizo desviar del camino principal y les dirigió hacia un gran caserón rodeado de otras casas menores con almunias, árboles frutales y palmeras. El buen aspecto de la casa solariega y las tierras que recorrían, ricas y bien trabajadas, demostraban la condi­ción acomoda­da del li­bre­ro.
   Justo al llegar frente a la mansión, se abrió un portalón lateral que comunicaba con el patio y del que vieron surgir a un joven que asía de las bridas a una pareja de mulas, las cuales tiraban de una carreta abarrotada de libros de toda especie. Desde la parte trasera de la carreta, un segundo sirviente, de gran parecido físico al primero y de bastante más edad, echaba sobre los libros una tela embreada destinada a evitar el polvo del camino o cualquier inclemencia. El encargado de tapar los libros, de aspecto más venerable que mañoso, reprochó al otro las prisas de última hora. A lo que el joven, agobiado por el reproche, respondió con una frase que parecía formar parte de la rutina diaria:
   -¡Desde luego, padre, cada mañana la misma escena! Si salimos tarde hacia el mercado, nada podrá censurarnos nuestro señor. Bien sabes que utilizo parte de la noche en leer para él. ¡Y alguna vez tendré que dormir!
   -¡Silencio, ingrato, y aligera!
   Distraídos ambos servidores en el ejercicio de sacar una carreta cargada de libros y prisas, no habían reparado aún en la presencia de los visitantes frente a la puerta principal, asunto al que Hassán, mediante una voz, puso remedio de inmediato:
   -¿Cirilo, puedes atendernos?
   Al escuchar el nombre, Cirilo era el padre y Cirilo el hijo, ambos se giraron extrañados al ver allí al aguador acompañado de dos hombres con aspecto distinguido.

domingo, 22 de abril de 2012

El aguador




La figura del aguador ambulante o azacán forma parte de la tradición árabe. En la novela surge un personaje singular, llamado Hassán, que vende agua y leche en el zoco de Damasco y presta una gran ayuda a los protagonistas.


El siguiente diálogo corresponde al capítulo IV de "Viento de furioso empuje":

   Y allí, en el zoco, se hallaron ambos apenas comenzaron a abrir los establecimientos que circundaban la gran plaza o a instalarse en su explanada los primeros puestos y tenderetes.
   Sin que hubiesen dado una docena de pasos les salió al encuentro Hassán, el aguador recadero con quien Yunán mantenía cierta deuda.
   -¿Necesitas agua, mi señor Yunán? —Preguntó Hassán, haciéndole notar su presencia.
   -Amigo Hassán, eres un vendedor con talento, es innegable que ofreces lo que tienes cuando en realidad lo que deseas es reclamar. Toma este dirham que había preparado para ti.
   -También puedo ofreceros leche templada, mi señor, la bebida más reconfortante para dos nobles que pasean a hora infrecuente la zona del mercado.
   -Si no está muy aguada, aguador, acepto de ti una altamía de leche y un par de almojábanas de esa bolsa. Espero que a la leche le hayas puesto la miel necesaria —dijo Abdelaziz en tono de chanza, señalando hacia una talega de rejilla que el aguador llevaba colgada al hombro y de la que surgía un olor de lo más apetitoso.
   -Ponme otro tanto a mí —secundó Yunán.
   Contento ante el comienzo de una jornada prometedora, Hassán se esmeró con sus clientes, les llenó de leche las altamías y les entregó dos almojábanas a cada uno.
   -Cuando terminéis de comer, podéis limpiaros con toda tranquilidad en este paño, seréis los primeros en usarlo. Por otra parte, dejadme deciros que es posible contar conmigo para toda clase de negocios —añadió con cierto tono de complicidad—, ya que desde muy niño frecuento el zoco y conozco a fondo su entramado de mercancías y prestaciones.
   -Lo que nosotros buscamos, Hassán, quizá no esté en tus manos ofrecerlo —dijo Yunán.
  -Suponía que algo buscabais al veros aquí en hora tan temprana, cuando sólo han aparecido los primeros vendedores de frutas y hortalizas y aún tardarán en asentarse los que ofrecen armas y objetos de colección.
   -¿Qué sabrías decirnos de unos extranjeros que visten capas negras y están dirigidos por un hombre muy robusto? —Preguntó Abdelaziz.
   -¿Te refieres a los judíos? —Preguntó a su vez Hassán.
   -No conocemos su religión. El hombre robusto, que dicen es un príncipe, lleva una capa donde abundan los rubíes morados del país de Balaj —comentó Yunán.
   -Sí, son los judíos, y ese hombre cabalga sobre una montura enorme que hace juego con su tamaño. En cuanto a los rubíes, yo desconozco dónde pueda hallarse el país de Balaj, sólo sé que los extranjeros pertenecen a un reino bañado por las aguas del mar de los romanos. En el último mes, a algunos de ellos les hemos visto indagar en el mercado. Les interesaban los libros y las armas.

lunes, 16 de abril de 2012

El destino de los pueblos


El libro de la imagen, compuesto de pergaminos cosidos que se enrollan sobre un eje situado en el extremo derecho, vendría a ser un ejemplo muy modesto del gran libro que los protagonistas de "Viento de furioso empuje" ansían encontrar. Aun cuando no posee título alguno, en la novela se alude a él con el nombre de "El destino de los pueblos".


El siguiente diálogo corresponde al capítulo III de "Viento de furioso empuje":

   -Podría ocurrir que llegáramos a tener el libro en las manos y no supiéramos identificarlo. ¿Cómo saber cuál es el libro que buscamos?
   -Dicen que está compuesto de numerosas ilustraciones y texto, y que en cada una de sus haces o láminas, en el margen superior derecho, lleva punteado a buril el tetragrámaton judío que representa la palabra Dios.
   -Eso que comentas no parece muy lógico, para los hebreos está prohibido representar el nombre de Dios e incluso citarlo de viva voz fuera de la oración.
   -Puede que sea así, pero según Nacor el tetra­gráma­ton figura en cada una de las páginas del libro, y orlado con rama de olivo en oro…
    -Y el tamaño, ¿se sabe cuál es?
   -Lo desconozco, si bien tengo entendido que es un libro con hojas de vitela finísima o membranas, aglutinadas y acabadas en tono hueso, cosidas entre sí con hilos de seda por los márgenes y enrolladas sobre un eje de bronce con extremos en forma de pomo. Dispone de numerosas columnas de texto a razón de una o dos por cada hoja, según contengan dibujos o pinturas al encausto. El libro se halla cerrado mediante un marbete rojo que lo envuelve y lo precinta, donde se anotó que fue forjado por encargo del Altísimo, loado sea. Arranca en sus primeras láminas con la creación del ser humano, comenta la época de los pueblos más antiguos, las ciudades, los primeros imperios… Son láminas de información exhaustiva, fáciles de repasar y descifrar para quien domine el idioma de los judíos, no obstante haberse usado un hebreo pretérito. Y cuenta Nacor que, según le dijeron a él, al abordar nuestros días apenas has comenzado a leer, pues quedan inéditas miles de láminas, soldadas entre sí e imposibles de despegar hasta que no has leído palabra a palabra todas las anteriores. Y dicen también, ¡he ahí lo más asombroso!, que al intentar leerlo jamás llegas al término. En una ocasión me comentó Nacor que hicieron falta seis bueyes para arrastrar la carreta que transportó el libro desde el palacio de Salomón hasta el templo de Jerusalén. Como puedes deducir, el rey sabio se mostraba favorable a las obras voluminosas, quizá porque así se aseguraba el respeto escrupuloso hacia su encargo divino: nadie desearía leer a fondo y desde la primera página semejante mamotreto. ¡Ja, ja, ja…! —Abdelaziz concluyó con una risotada
    -En mi opinión, lo de la lectura imposible sin haber leído previamente cada palabra anterior o lo de los seis bueyes que se precisaron para transportar el libro, entre otros detalles chocantes, son exageraciones que han ido agrandándose con el paso de los siglos. El mismo Nacor no debía creer tal historia y tú me la has contado engarzada con tus propias carcajadas de incredulidad. Más bien presumo que se trataba de un simple carro de dos ruedas tirado por un borrico, que a intervalos, en los tramos cuesta abajo, montaba el aprendiz del carretero para frenarle el ímpetu al animal —exageró a su vez Yunán, sonriente y contagiado de la risa bonachona de Abdelaziz.
    -Así es, amigo mío, ciertos datos, por ejemplo la historia de los bueyes, no puede creerlos nadie. 

martes, 10 de abril de 2012

La gruta del desierto


La gruta de la imagen, donde se hallaron parte de los denominados manuscritos del Mar Muerto, se sitúa en Qumrán, un paraje no demasiado alejado del desierto sirio donde los protagonistas de "Viento de furioso empuje" localizaron miles y miles de libros.


Los párrafos que siguen pertenecen al capítulo III: La gruta del desierto  

 Apenas pudieron contemplar paredes despejadas. Excepto un recoveco que albergaba la boca de un aljibe, así como un pequeño almacén de víveres y aceite destinado a la iluminación, más otro recinto alejado del anterior donde vieron una hendidura a modo de letrina tapada con una madera, casi todo el espa­cio disponible había sido usado para apilar documentos. Descubrieron pergami­nos, trozos de vitela, tabli­llas enceradas, hojas prensadas de palmera, palimp­sestos y toda clase de material que hubiese servi­do pa­ra escribir, como láminas metálicas, omoplatos de camello, papi­ros…, e incluso papel chino.
   Se distinguía un amasijo en el más perfecto desorden, revuelto sin miramiento alguno por quienes habían asaltado el lugar en busca de un texto preciso. Todo parecía haber sido revisado a conciencia y desechado por inservible. Predominaban con mucho los escritos en hebreo y en arameo judío, siríaco o persa. No faltaban docu­mentos griegos, latinos, sáns­critos, árabes, acadios, fenicios o jeroglí­fico egip­cio. Había una sala entera dedicada a la Torá y al Talmud, tanto al palestinense como al babilónico, con innume­rables rollos de Midras. A la par se observaban cuantiosos volúmenes sapienciales, que incluían los libros de los Reyes, Parali­póme­nos, el Cantar de los Cantares y el libro de la Sabiduría, entre otros. Los textos se apreciaban leídos y releídos, repasados meticulosamente, hasta el punto de no resultar extraño advertir abun­dantes anotaciones marginales y pliegos manchados de restos de alimen­tos.

viernes, 6 de abril de 2012

En el desierto


Imagen del desierto sirio, donde podemos encontrar arena, pedrejón y algunos montecillos erosionados a causa del viento y unas temperaturas muy extremas cuya oscilación entre el día y la noche puede superar los 50 grados.

   
El texto corresponde al capítulo II de "Viento de furioso empuje"

   Despacio, lastrados por la conversación, deteniéndose a veces a contemplar el paisaje o a intercambiar algunas frases, cabalga­ron más de una hora y llegaron al Meidán. Poco después dejaron atrás la pequeña población, en cuyas tierras comenzaba a cons­truirse un gran cementerio que serviría de alivio al de la capital. También sobre­pasaron los lavade­ros a las afueras del pueblo, donde algunas mujeres dieron la espalda a los forasteros o se cubrieron el rostro con un paño que llevaban atado a la cintura. Los viajeros se adentraron en los prime­ros palmera­les del oasis de Ruta, donde pu­die­ron contemplar a unos cuantos campe­sinos que se dedicaban a subir a las palmeras mediante una gruesa cuerda que rodeaba el tronco del árbol y su propia cintu­ra. Una vez en la copa, tiraban de un cordel en cuyo extremo habían atado un racimo de flores masculinas que izaban desde el suelo y que utilizaban para fertilizar las palme­ras hembras.
   Los jinetes, ora sorteando pequeñas acequias y alguna que otra casa de campo o aduar de beduinos, ora deambu­lando entre bosqueci­llos de datile­ras, vinieron a dar con una encrucija­da de la que partían dos cami­nos, uno que se dirigía hacia la lejana costa libanesa y otro que conducía hacia la llanura desértica, que fue escogido para seguir la marcha.
   El camino fue difuminándose a poco de abandonar el oasis y apenas lograban detectar su curso, de modo que decidieron seguir hacia el sureste, orientados por el sol y por el conocimiento que Abdelaziz poseía de la solitaria ruta. El calor regía todos sus movimientos. La luz, cegadora, proyectaba sus propias sombras ennegrecidas como si fuesen espectros acosándoles el costado. Una ligera brisa soplaba a ras del suelo, enturbiaba el horizonte y a intervalos, cual si sufriera deseos espasmódicos de abandonar la aridez, levantaba alguna tolvanera aislada. Las cabalgaduras comenzaron a mostrarse inquietas y a resoplar, parecía que avisaban de algún peligro.

domingo, 1 de abril de 2012

Yunán aguarda en el zoco la llegada de Abdelaziz


Hace más de un mes que ofrecí en mi blog el capítulo I de la novela. Aún sigue colgado aquí para los que me visiten por primera vez. Pues bien, a partir de hoy y durante un tiempo, quizá semanas, voy a ir insertando un par de párrafos destacados de cada capítulo. Son 44 los capítulos en que se divide "Viento de furioso empuje", de modo que hay de donde extraer material para que los visitantes de este blog se hagan una idea del texto que van a encontrarse si finalmente se deciden a adquirir la novela y, por supuesto, a leerla. Muchas gracias, amigos.

El texto que sigue a la imagen pertenece al Capítulo II, El oasis


Yunán aguarda en el zoco la llegada de Abdelaziz:
    Yunán alcanzó la entrada principal del zoco y se detuvo algún tiempo tratando de advertir la presencia de Abdelaziz. Paso a paso, inclinado a no internarse demasiado en el mare mágnum de tenderetes y baratillos, ganó terreno hacia el interior del mercado: Se sentía atraído por la tracamundana de una clientela que se movía en todas las direcciones y acarreaba los objetos más insólitos. Otro tanto podría decirse del sinnúmero de vendedores, ávidos de traficar con toda suerte de productos que pregonaban a voz en grito.
   Contagiado al fin de un ambiente donde al vocerío de quienes ofrecían lo más ventajoso, a precio inigualable, se sumaba el regateo no menos estridente de quienes pretendían dejar esos precios en un tercio de lo pedido, Yunán se entregó a la agitación vocinglera del lugar y se dedicó a exa­minar las novedades del bien surtido mercado de la capital omeya. No obstante, mantuvo un ojo más allá de su entorno por si veía a Abdelaziz.
   Cuando habían transcurrido unas dos horas de su llegada al mercado y Yunán comenzaba a estar harto de saludar conocidos, que se arrima­ban a él, sobre todo, para que terciase ante su padre. Cansado en igual medida de ingerir alguna que otra escudilla de alimentos guisados Dios sabe cómo, de presenciar competiciones de alquerque, de hojear libros que invariablemente, así eran pregonados, contenían todo el saber de este mundo, de esquivar azacanes que ofrecían la más fresca de las aguas, de rechazar no sin di­ficul­tad a una patulea de vendedo­res ambu­lan­tes de toda especie, entre los que se mezclaban limos­ne­ros de oficio y alcahuetes arrimadizos... Y justo en el instante, ya a las afueras del zoco, en que iniciaba una sarta de repro­ches hacia sí mismo por no haber con­cre­tado más la cita, Abdelaziz apareció a lomos de un magnífico caba­llo que manejaba con destreza mien­tras tiraba de las bridas de una segunda montura, también de buena planta, que le ofreció sonriente.