El texto corresponde al capítulo II de "Viento de furioso empuje"
Despacio, lastrados por la conversación, deteniéndose a veces a
contemplar el paisaje o a intercambiar algunas frases, cabalgaron más de una
hora y llegaron al Meidán. Poco después dejaron atrás la pequeña población, en
cuyas tierras comenzaba a construirse un gran cementerio que serviría de
alivio al de la capital. También sobrepasaron los lavaderos a las afueras del
pueblo, donde algunas mujeres dieron la espalda a los forasteros o se cubrieron
el rostro con un paño que llevaban atado a la cintura. Los viajeros se
adentraron en los primeros palmerales del oasis de Ruta, donde pudieron
contemplar a unos cuantos campesinos que se dedicaban a subir a las palmeras
mediante una gruesa cuerda que rodeaba el tronco del árbol y su propia cintura.
Una vez en la copa, tiraban de un cordel en cuyo extremo habían atado un racimo
de flores masculinas que izaban desde el suelo y que utilizaban para fertilizar
las palmeras hembras.
Los jinetes, ora sorteando pequeñas acequias y alguna que otra casa de
campo o aduar de beduinos, ora deambulando entre bosquecillos de datileras,
vinieron a dar con una encrucijada de la que partían dos caminos, uno que se
dirigía hacia la lejana costa libanesa y otro que conducía hacia la llanura
desértica, que fue escogido para seguir la marcha.
El camino fue difuminándose a poco de abandonar el oasis y apenas
lograban detectar su curso, de modo que decidieron seguir hacia el sureste,
orientados por el sol y por el conocimiento que Abdelaziz poseía de la solitaria
ruta. El calor regía todos sus movimientos. La luz, cegadora, proyectaba sus
propias sombras ennegrecidas como si fuesen espectros acosándoles el costado.
Una ligera brisa soplaba a ras del suelo, enturbiaba el horizonte y a
intervalos, cual si sufriera deseos espasmódicos de abandonar la aridez,
levantaba alguna tolvanera aislada. Las cabalgaduras comenzaron a mostrarse
inquietas y a resoplar, parecía que avisaban de algún peligro.
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