En el capítulo de hoy de “Viento de furioso empuje” (Amazon), se
describen algunas de las peripecias de Policronio, un personaje dicharachero y revoltoso
que complementa a la perfección, a causa del acusado contraste, al resto de los
personajes más significados. Algunos de mis amigos que han leído la novela
dicen que la irrupción de Policronio en la obra se corresponde con los pasajes
más divertidos. Uno de esos amigos, Rafael Guerra, afirma en su crítica: “Viento
de furioso empuje” destila también un estimable sentido del humor que en
ocasiones puede provocar en el lector franca carcajada.
Capítulo XLI. Uvas pasas y apolilladas
Los carros del tesoro
continuaron la marcha durante más de una hora. Policronio escuchaba a veces,
sobre todo en los últimos instantes, ciertos rumores o frases de reproche que
se dirigían los hombrecillos entre sí y que creía motivadas por el cansancio de
una gran caminata a buen ritmo. Cuando a sus oídos llegó clara la expresión de
uno de los enanos: «¡Qué culpa tengo yo de todo esto!», el bizantino despertó
de la consternación provocada por el compromiso de abandonar la bebida y, sobre
todo, del roce habido con su patrón. Así que se animó un poco, se estiró para
desperezarse del duro asiento de la galera y justo en ese instante, al sentir
una punzada en el cuello, reparó en que lo llevaba vendado.
El descubrimiento hizo que
Policronio saltase del carro, montara en su caballo, que aún permanecía atado
junto al pescante, y se dirigiera hacia la cabeza de la columna, donde
cabalgaba Yunán, al que le preguntó intrigado.
—¡Yunán, estoy herido en el cuello! ¿Tú
sabes qué me ha pasado? ¿Por eso dijiste que no me enteraba de las cosas que realmente
ocurrían? ¿Tiene alguna relación con los enanos? ¡Antes no me has dicho por qué
van atados! ¿Qué pasa aquí?
Yunán había advertido a lo lejos el
decaimiento de Policronio durante la última hora y, aun así, prefirió no
alentarle. Debería ser él mismo, con esfuerzo de carácter, quien superara las
consecuencias de su promesa. Ahora, ante el manojo de preguntas que su amigo le
formulaba, disparadas todas al unísono según costumbre, llegó a la conclusión
de que comenzaba a recuperar su talante habitual de querer saberlo todo en el
acto y al dedillo. Casi había vuelto a la normalidad, al menos por el momento.
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