VIENTO DE FURIOSO EMPUJE

VIENTO DE FURIOSO EMPUJE
Alegoría de la batalla de Guadalete, julio de 711 - Autor del lienzo: J. M. Espinosa

martes, 14 de julio de 2020

Párrafos destacados (42)


El capítulo XLII de la novela “Viento de furioso empuje” (Amazon) relata diversas peripecias que se suceden a lo largo de una calzada romana, casi en desuso a causa de su lamentable estado, que los integrantes del ejército de Tariq decidieron usar sin que se haya llegado a conocer la razón. Los miles de hombres iban maldiciendo a cada paso que daban, mientras que el calor tórrido de julio mortificaba sus cuerpos.  

Capítulo XLII. La calzada

Según avanzaban las horas, tórridas y calmas de brisa, la calzada iba estropeándose sin disimulo alguno. Yunán y sus hombres, que llevaban algún tiempo circulando a buen ritmo y habían recuperado casi todo el terreno perdido, se adentraron en otro condado[1] donde era evidente que el vicario comarcal no había puesto nada de su parte para corregir los muchos defectos de la vía, en la que comenzaron a aparecer numerosas grietas y desigualdades, cuando no algún hundimiento atribuible a las lluvias recientes, que impedían se circulase con facilidad. Y en las zonas que se conservaban más intactas, como si la adversidad tratara de impedirles la entrada en el territorio, los carros que les precedían habían ocasionado profundas rodadas en un camino de tierra que en su tiempo fue empedrado y que ahora, transformado en el más notable ejemplo de la prolongada desidia del vicario, utilizaban solo quienes no tenían otra opción.
     Las condiciones de una calzada venida muy a menos, en resumidas cuentas, determinaron que fuese ineludible avanzar maltratados, de ahí que los viajeros escogiesen a menudo echar pie a tierra y caminar un buen trecho con la intención de dar una tregua a sus desencajados huesos; eso sí, adaptando la marcha al paso de buey de toda una expedición compuesta de más de veinte mil personas. A semejantes incomodidades, capaces de soliviantar a cualquiera que las hubiese soportado en horas de tanto bochorno, se sumaban las pestilencias de los numerosos cagajones de la caballería, del orín secretado por tantos miles de cuadrúpedos y de los restos de alimentos abandonados por los innumerables guerreros que marchaban delante, a quienes la comida, podrida a causa del sofocante calor[2], se les estropeaba en las manos.
     Dos caballos desbocados, asustados por alguna razón y llevados del instinto de volver al último establo, cruzaron raudos entre el grupo de Yunán y bien poco faltó para que ocasionaran una desgracia irreparable. Uno de los animales chocó con un costado de la primera galera y estuvo a punto de volcarla al coincidir en que se hallaba algo inclinada al penetrar en una rodada, suerte que Limán interpuso su enorme montura de batalla y evitó que el choque fuese mayor. Con todo, el carro donde viajaba Policronio permaneció unos instantes con dos de sus ruedas en el aire.
     El susto fue tremendo, Pieles saltó del pescante, arrolló un buen tramo de boñiga y se lastimó el hombro. Limán cayó de su montura, quedó sujeto al estribo y fue arrastrado de bruces en medio de la inmundicia. Y Policronio, que acababa de subir a la trasera del carro para interrogar desde allí a unos hombrecillos que ya consideraba maduros después de tan larga caminata, rebotó a la vía tras acoger en pleno rostro el impacto de una jarra que viajaba suelta y que le dejó un ojo amoratado. Los enanos, no obstante, fueron quienes recibieron la peor parte del encontronazo, puesto que salieron despedidos a la cuneta, donde se precipitaron contra una gran mata de ortigas moheñas y acabaron su trayectoria, al estirarse la cuerda con la que iban atados, amorrándose a los restos podridos de unas docenas de aves desplumadas que algún cocinero, carente de olfato y poco previsor respecto a la sal[3], había abandonado deprisa y corriendo antes de que sus comensales lo ejecutasen tumultuariamente.


[1] Condado (condado-civitate): Se trata del territorio que conocemos como provincia-condado para distinguirlo de la provincia-ducado. La división territorial visigoda fue básicamente la misma que la romana, si bien se crearon condados a partir de la autonomía progresiva de algunas ciudades y su entorno. A su vez fueron desaparecieron las demarcaciones territoriales romanas denominadas conventos jurídicos. Un ejemplo de provincia-ducado sería la Bética, que en la época de Augusto comprendía 175 ciudades y estaba dividida en cuatro conventos jurídicos con capitales en Sevilla, Écija, Córdoba y Cádiz, las cuales pasaron a ser sedes, ya en época visigoda, de sus respectivos condados, a cuyo frente se situaban un conde, un juez o un obispo, siempre dependientes del duque de la provincia, que se instaló primero en Córdoba y más tarde en Sevilla. Los condados, a su vez, estaban divididos en territorios menores llamados vicus (equivalentes a comarcas), regidos por un legado que ostentaba el título no hereditario de iudex vicarius.

[2] Calor: La escena transcurre a finales de julio, no lejos de Écija, apodada “la sartén de Andalucía”, zona donde se llegan a alcanzar temperaturas cercanas a 50 grados centígrados en esa época del año.

[3] Sal: En la época que nos ocupa, la sal era un componente esencial en la conservación de los alimentos. Muchas de las epidemias de la edad media se originaron tras una escasez de sal, de ahí que en las grandes ciudades, como Damasco, existiese un mercado exclusivo para la venta de sal.

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