El capítulo XLII
de la novela “Viento de furioso empuje” (Amazon) relata diversas peripecias que
se suceden a lo largo de una calzada romana, casi en desuso a causa de su
lamentable estado, que los integrantes del ejército de Tariq decidieron usar sin
que se haya llegado a conocer la razón. Los miles de hombres iban maldiciendo a
cada paso que daban, mientras que el calor tórrido de julio mortificaba sus
cuerpos.
Capítulo XLII. La calzada
Según avanzaban las horas,
tórridas y calmas de brisa, la calzada iba estropeándose sin disimulo alguno.
Yunán y sus hombres, que llevaban algún tiempo circulando a buen ritmo y habían
recuperado casi todo el terreno perdido, se adentraron en otro condado[1]
donde era evidente que el vicario comarcal no había puesto nada de su parte
para corregir los muchos defectos de la vía, en la que comenzaron a aparecer
numerosas grietas y desigualdades, cuando no algún hundimiento atribuible a las
lluvias recientes, que impedían se circulase con facilidad. Y en las zonas que
se conservaban más intactas, como si la adversidad tratara de impedirles la
entrada en el territorio, los carros que les precedían habían ocasionado
profundas rodadas en un camino de tierra que en su tiempo fue empedrado y que
ahora, transformado en el más notable ejemplo de la prolongada desidia del
vicario, utilizaban solo quienes no tenían otra opción.
Las condiciones de una calzada
venida muy a menos, en resumidas cuentas, determinaron que fuese ineludible
avanzar maltratados, de ahí que los viajeros escogiesen a menudo echar pie a
tierra y caminar un buen trecho con la intención de dar una tregua a sus
desencajados huesos; eso sí, adaptando la marcha al paso de buey de toda una
expedición compuesta de más de veinte mil personas. A semejantes incomodidades,
capaces de soliviantar a cualquiera que las hubiese soportado en horas de tanto
bochorno, se sumaban las pestilencias de los numerosos cagajones de la
caballería, del orín secretado por tantos miles de cuadrúpedos y de los restos
de alimentos abandonados por los innumerables guerreros que marchaban delante,
a quienes la comida, podrida a causa del sofocante calor[2],
se les estropeaba en las manos.
Dos caballos desbocados, asustados por
alguna razón y llevados del instinto de volver al último establo, cruzaron
raudos entre el grupo de Yunán y bien poco faltó para que ocasionaran una
desgracia irreparable. Uno de los animales chocó con un costado de la primera
galera y estuvo a punto de volcarla al coincidir en que se hallaba algo inclinada
al penetrar en una rodada, suerte que Limán interpuso su enorme montura de
batalla y evitó que el choque fuese mayor. Con todo, el carro donde viajaba Policronio permaneció unos instantes con
dos de sus ruedas en el aire.
El susto fue tremendo, Pieles
saltó del pescante, arrolló un buen tramo de boñiga y se lastimó el hombro.
Limán cayó de su montura, quedó sujeto al estribo y fue arrastrado de bruces en
medio de la inmundicia. Y Policronio, que acababa de subir a la trasera del
carro para interrogar desde allí a unos hombrecillos que ya consideraba maduros
después de tan larga caminata, rebotó a la vía tras acoger en pleno rostro el
impacto de una jarra que viajaba suelta y que le dejó un ojo amoratado. Los
enanos, no obstante, fueron quienes recibieron la peor parte del encontronazo,
puesto que salieron despedidos a la cuneta, donde se precipitaron contra una
gran mata de ortigas moheñas y acabaron su trayectoria, al estirarse la cuerda
con la que iban atados, amorrándose a los restos podridos de unas docenas de
aves desplumadas que algún cocinero, carente de olfato y poco previsor respecto
a la sal[3],
había abandonado deprisa y corriendo antes de que sus comensales lo ejecutasen
tumultuariamente.
[1] Condado
(condado-civitate): Se trata del territorio que conocemos como
provincia-condado para distinguirlo de la provincia-ducado. La división
territorial visigoda fue básicamente la misma que la romana, si bien se crearon
condados a partir de la autonomía progresiva de algunas ciudades y su entorno.
A su vez fueron desaparecieron las demarcaciones territoriales romanas
denominadas conventos jurídicos. Un ejemplo de provincia-ducado sería la
Bética, que en la época de Augusto comprendía 175 ciudades y estaba dividida en
cuatro conventos jurídicos con capitales en Sevilla, Écija, Córdoba y Cádiz,
las cuales pasaron a ser sedes, ya en época visigoda, de sus respectivos
condados, a cuyo frente se situaban un conde, un juez o un obispo, siempre
dependientes del duque de la provincia, que se instaló primero en Córdoba y más
tarde en Sevilla. Los condados, a su vez, estaban divididos en territorios
menores llamados vicus (equivalentes a comarcas), regidos por un legado que
ostentaba el título no hereditario de iudex vicarius.
[2] Calor: La
escena transcurre a finales de julio, no lejos de Écija, apodada “la sartén de
Andalucía”, zona donde se llegan a alcanzar temperaturas cercanas a 50 grados
centígrados en esa época del año.
[3] Sal: En la época que nos ocupa, la
sal era un componente esencial en la conservación de los alimentos. Muchas de
las epidemias de la edad media se originaron tras una escasez de sal, de ahí
que en las grandes ciudades, como Damasco, existiese un mercado exclusivo para
la venta de sal.
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