En el capítulo
XLIII de “Viento de furioso empuje” (a la venta en Amazon, tapa blanda y
Kindle) se describe la llegada a la aldea de Bornos, a medio camino entre
Guadalete y Écija, escenario de la siguiente gran batalla. En la obra comienza
a adivinarse que se acerca el desenlace, punto en el que los enemigos de Yunán
y Tariq han sido descubiertos y se les aguarda prevenidos para darles su merecido en la siguiente maldad que practiquen.
Capítulo
XLIII. Bornos
Igual que si se hubiesen citado exprofeso
para iniciar un devaneo, la noche y los carros del tesoro se reunieron en
Bornos. En realidad, primero llegó la noche, ardiente y remolona como las afectas
al mes de julio, sus sombras le ofrecieron a Yunán la oportunidad de contemplar
una llanura[1]
salpicada de hogueras destinadas a la iluminación del ejército y a preparar
cualquier carne que pudiera asarse.
Cada hoguera de las márgenes
del Guadalete, así se acreditaba al verlas de cerca, permitía la concurrencia
de un buen puñado de guerreros rifeños que comían alejados del fuego o habían
comido ya y ahora bailoteaban, departían o practicaban cánticos cuyos rumores
se trasladaban hacia la cumbre de una colina cercana. Allí, en lo alto, de lo
más aturdidas en una velada de insólito bullicio, surgían dos docenas de casas
que miraban al valle y que se dispersaban a las afueras de un caserón mal
amurallado que tampoco perdía de vista el ajetreo nocturno.
Poco antes de entrar en Bornos,
el agareno y los suyos fueron interceptados por la guardia de Tariq, que les
abrió paso a través de un camino muy concurrido, ceñido a la orilla del río y
que, a juzgar por el nutrido discurrir a barullo, lo usaba medio ejército para
ir en busca de agua o para dar de beber a las caballerías, sin contar que no
pocos guerreros lavaban sus cuerpos o sus ropas en otra zona algo más alejada
corriente abajo.
Al final del camino, que
recorrieron no sin esfuerzo y algún conato de disputa con quienes debían
echarse a un lado para dejar paso, la expeditiva guardia del rais acabó conduciéndoles hasta el
pie de la colina, donde un oficial mantenía reservado el lugar apropiado para
que los carros del tesoro se instalasen distanciados del ir y venir de la
muchedumbre.
Llegaron tarde y fatigosos, de mal humor.
En la primera jornada de marcha se habían producido unos cuantos incidentes que
afectaron sobre todo a Policronio. Por si no hubiese bastado tanta peripecia,
los hombres de Zaide acabaron alcanzándoles cerca de Bornos y hubo sus más y
sus menos con ellos. Yunán, que al ver llegar la mezcolanza aconsejó prudencia,
no pudo evitar que entre la masa de retaguardia surgiera alguna que otra voz
disimulada, sin rostro, que injurió cuanto pudo: «¡Ladrones, parte de lo que
ahí lleváis es nuestro! ¡Dadnos un carro! ¡Se nota que tenéis demasiado miedo a
ser pobres, que os aproveche vuestra codicia!».
A las injurias, mal reprendidas por los
oficiales de Zaide a juicio de Policronio, no faltaron réplicas con frases
vejatorias de similar índole: «¡El valor y la ganancia van unidos!, ¿qué
demonios habéis ganado vosotros? ¡Enseñadnos vuestras heridas! ¡Preguntadles a
los muertos cuál debería de ser vuestra parte!». De modo que Yunán, que acabó
pidiéndole a Zaide que hiciese un alto para evitar males mayores, así que pudo
juntó las carretas en el lugar de acampada, montó la guardia alrededor e
instruyó a sus hombres para que no deambularan por el valle en busca de este o
aquel amigo. «Nada de sumarse a los cánticos y a la bulla —fue la consigna—,
nuestro trabajo consiste en velar por los bienes de la Umma, el trabajo
de los que ahora cantan o se divierten llegará mañana o cualquier otro día en
las batallas que deban librarse».
[1] Llanura: La
llanura del relato se corresponde en la actualidad con el embalse de Bornos.
Hay quien sugiere que en dicha llanura se libró la llamada batalla de
Guadalete, si bien no parece demasiado acreditado.
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