El capítulo de
hoy de “Viento de furioso empuje” (Amazon, tapa blanda y Kindle) se inicia con
la descripción del escenario tras la batalla de Guadalete. Un escenario, castigado
a conciencia por tres días de lluvia, que había quedado embarrado y lleno de
desolación entre los supervivientes como consecuencia de la tristeza causada
por la pérdida de tantas vidas.
Capítulo XXXIX. Tras la batalla
La
lluvia comenzó a caer al día siguiente de haber cesado la batalla, tres días
atrás. Al principio apareció copiosa y coincidió con el amanecer, igual que los
lagrimones de un niño que estalla a llorar apenas se despierta. Iba acompañada
de truenos y relámpagos abundantes, a modo de esos gemidos intensos y
desgarradores que suelen distinguir a la tormenta y al sollozo infantil
enfebrecido. Luego la lluvia siguió profusa, continua, quiso verter su caudal
de lágrimas y de aflicción ante la irreparable pérdida de tantas vidas humanas.
Más tarde, pausadamente, el sentimiento de dolor fue calmando y la lluvia se
hizo llovizna. Al fin, tan apaciguada como exhausta, la tristeza quedó apenas
en un chispear resignado. Fueron tres días y tres noches de profundo
desconsuelo, de lágrimas de ángel vertidas sobre la sangre.
Sembrado
de desolación, con numerosas huellas de acciones guerreras, el campo de Sidonia
habíase convertido en un lodazal intransitable donde el agua acumulada impedía
cerrar las fosas comunes en las que Tariq, así fue consciente de su victoria,
había ordenado depositar los restos de quienes sucumbieron en la lucha. El rais
no deseaba que la llegada del sol y el calor sofocante corrompieran los cuerpos
de unos valientes cuya triste suerte no merecía nutrir a toda fuente de
epidemias.
Aún se
vivía con sobresalto. Aún se trataba de identificar, en ese cuarto día gris y
neblinoso, a cualquier combatiente que deambulase semiembarrado por la
llanura, quien venía a ser algún malherido vuelto en sí tras largas horas de desmayo
y fiebre o algún enterrador rezagado y más que harto de reparar una y otra vez
las tumbas. El oficio de sepulturero no tenía fin. Tariq no había previsto que
sus prisioneros y aun sus propios hombres, agotados en el combate, excavarían
unas sepulturas tan rudimentarias, tan para salir del paso, que la escorrentía
removería la tierra, exhumaría cadáveres humanos o animales desmañadamente
soterrados y acabaría por llevarlos hasta el río, donde algunos cuerpos
flotaron en dirección al mar.
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