El texto corresponde al inicio del capítulo V
El interior de la
mansión de bar Rifat se mostró a los visitantes como el albergue de otro
mundo, de otra época. Frente a la entrada principal, un amplio ajimez
favorecía que la luz del sol, propagándose en todas las direcciones, inundase
la estancia e iluminara sus formas. Paredes blancas, recubiertas en su tercio
inferior con alizar pálido. Techo abovedado, alto, presumido, carente de vigas
y almocarbes. Suelo de alabastrita compacta, dispuesta mediante losetas que
combinaban dos tonos azulados. Mobiliario escaso que prescindía de lo vano,
apenas dos sillas de tijera con asientos de cuero situadas a ambos lados de un
fanal, ahora apagado, cuyo pie de bronce imitaba el cuerpo de una ninfa.
Ausencia de adornos
superfluos en una mansión donde los objetos decorativos parecían haber sido
proscritos. Sólo un tapiz de extraño y atrayente dibujo, sólo él, gozaba del
privilegio de adornar los muros y de recaudar para sí cuanto haz luminoso
quedaba rechazado en lo blanco. Y frente al tapiz, a una distancia de veinte
largas zancadas, surgía una escalinata que se bifurcaba para crear una tribuna
en semiplanta, cuyos antepechos en negro intenso resaltaban la nitidez de una
sala donde las sillas de tijera, atemorizadas en la amplia dimensión de su
entorno, recordaban a miniaturas de duendecillo.
Los pasos de Yunán,
Abdelaziz y Cirilo sonaron ensordecedores en aquella enorme estancia poco menos
que vacía y de suelos pétreos. El joven Cirilo les solicitó paciencia y
abandonó la casa en dirección al patio. Los visitantes oyeron cerrarse el
portalón y alejarse la carreta, con sus conductores enzarzados de nuevo en la rutinaria
controversia mañanera.
Yunán y Abdelaziz
ocuparon las sillas de tijera y quedaron en silencio, incluso sus respiraciones
se dejaban oír entremezcladas con algún sonido de lejana naturaleza que
invadía el salón a través del ajimez. Aguardaron largo rato, esperanzados,
sin atreverse a hablar, repartiendo miradas entre la singular escena del tapiz,
acaso alegórica de la suprema creación, y sus propios rostros.
Algo le decía a Yunán
que bar Rifat podía ser el depositario de las respuestas buscadas por ellos.
El ambiente impulsaba a pensar que no saldrían defraudados de un lugar donde
el conocimiento, a diferencia de la gruta de Nacor, parecía hallarse presente
aun sin manifestarse en documentos. Todo allí respiraba armonía y sosiego,
como si el poseedor del espacioso casal lo hubiera destinado al pensamiento
puro, a modo de un insólito templo donde compartir el sacramento de la sabiduría.
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