¿Cuándo comencé a escribir "Viento de furioso empuje"?
Hace de ello más de dos décadas, aún
residía en Barcelona y trabajaba en el Aeropuerto del Prat. Recuerdo que las
primeras líneas las escribí en casa, en una noche muy calurosa y húmeda, de
esas que no te dejan dormir a causa del bochorno, de modo que me propuse quedarme
a leer en el salón hasta dar esa primera cabezada que me llevase a
la cama; eso sí, leía con el ventanal abierto para que entrara algo de brisa y
una buena provisión de antimosquitos.
¿Cuáles fueron las
primeras palabras que anoté de lo que acabaría por convertirse en una novela? Lo
recuerdo como si fuese ahora mismo. Las palabras fueron estas: "Aullidos
de perros merodeadores"... La frase no podía ser otra, puesto que los
ladridos no dejaban de oírse e interpreté que aquello era algo más que una
manada de animales aullándole a una Luna surgida de entre las nubes. Bien, pues
la frase figura ahora en la página 352. ¿Razón? Toda obra requiere unos precedentes
para situar al lector y, a su vez, unos consecuentes que concluyan en cierto
desenlace.
Después me hice la siguiente pregunta: ¿Dónde situar a
unos perros que a buen seguro se disputan a dentelladas las sobras de la comida
arrojadas por alguien? En una playa, me respondí de inmediato, y probablemente
son parte de los restos de la cena de un ejército. Supongo que al ser verano la
idea de una playa incluso me resultó refrescante. De modo que di por hecho que debería
de haber un ejército acampado en una playa, dispuesto a embarcar al amanecer y
a partir a la conquista de un territorio. No importa cuántos miles de guerreros
formen parte de ese ejército, ni tampoco que el número de las naves sea muy
elevado, en las páginas de una novela cabe todo y algo más.
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