Los párrafos siguientes corresponden al capítulo IX
Yunán reparó en lo paradójico de sus
recientes planes. Las circunstancias habían desbaratado el sugestivo viaje a
las pirámides y a la ciudad campamento de Fustat, capital de la provincia de
Egipto. A cambio, no esperaba algo distinto a un callejeo urbano durante varias
noches, que a lo sumo le haría observar la marginalidad de los alrededores del
puerto de Alejandría, urbe en la que tanto y tan valioso podía contemplarse en
cualquiera de los sentidos a los que uno se refiriese.
Se pasaron más de tres horas dando vueltas
aquí y allá. Hablaron infructuosamente con todo el que les salió al paso
ofreciéndoles unos estímulos que ellos ya habían previsto y que se relacionaban,
por lo común, con el pasatiempo carnal previo pago de su importe, fuese con hombres,
mujeres e incluso jovencitos a estrenar de uno u otro sexo. También les
invitaron a formar parte de una timba de dados que admitía altas apuestas y
ganancia segura, situada en una sala de confianza en la que era imposible
perder a juicio del sujeto que aspiraba a enrolarles en la partida. Un sujeto
que resultó de lo más molesto y pegajoso, auténtico noctívago al decir de Yunán,
hasta que desapareció como por ensalmo en cuanto se oyó la llegada de la ronda
nocturna, con la que se cruzaron varias veces. Ronda a la que asimismo
interrogaron sin éxito y sobre la que podría certificarse que poseía la
facultad de dejar casi desiertas las calles por donde circulaba.
Asimismo les invitaron a entrar en alguna
sala donde la medicina del opio les sería servida en toda su pureza, lo que
suponía un remedio eficaz contra cualquier mal del cuerpo o del espíritu y
acerca de cuyos gratos efectos nadie podía dudar puesto que incluso en Roma,
sede de cualquier progreso durante siglos, habían acuñado monedas con la
benéfica efigie de la adormidera, como así les demostró, moneda en mano, el
pedante fulano que les dio una charla sobre las indiscutibles ventajas de consumir
opio con regularidad. Eso sí, a condición de que fuese en el salón de su amo,
el de mayor prestigio, y siempre que se dispusiera del patrimonio necesario
para costearse tan alta utilidad.
Ni que decir tiene que fue al menos en tres
lugares distintos, cuyas ofertas anduvieron solapadas por unas cuantas promesas
de adivinarles el número de hijos que engendrarían o los años que iban a vivir,
donde trataron de convencerles de que, en realidad, lo que ellos precisaban era
un baño de vapor destinado al reposo de los músculos, al que seguiría un
agradable masaje y una no menos relajante inmersión en la alberca anexa, de
aguas perfumadas. Según les oyeron decir a los respectivos agentes de las salas
de baños, que se expresaban por un igual y todos dando palabra de suprema
excelencia en el servicio, Yunán y Abdelaziz serían tratados como unos príncipes
a los que, para concluir la hidroterapia y sus diversos preámbulos, se les
daría la opción de escoger una belleza del sexo y raza deseados junto a la que
despedir la noche.
Entraron igualmente en los más dispares
establecimientos de bebidas o comidas, en alguno de los cuales la variedad de
platos, guisos humeantes elaborados a la vista y olores apetitosos les asombró
sobremanera y supusieron para Abdelaziz la mayor tentación de aquel rosario de
peripecias nocturnas, de modo que le comentó a su amigo que volverían cuanto
antes y con el tiempo necesario. Yunán, por su parte, estuvo a punto de ser
atrapado por la deslumbrante mujer que se acercó a él en lo que vino a ser un
prostíbulo de lujo, cuya media docena de pupilas parecían surgidas de entre las
más bellas odaliscas de un harén regio. Pero nada lograron averiguar del
capitán Tartús. Todo fue en balde.
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