El texto corresponde al inicio del capítulo IX
La nave de cabotaje en la que viajaban Yunán,
Abdelaziz y Hamid llegó a su último destino: Alejandría, la bella. Una ciudad
que poseía más de un milenio de vida entre sus calles, desde aquel lejano año
en que el general Tolomeo decidió fundarla en honor de uno de los inmortales de
la Historia: Alejandro, llamado el Magno.
Yunán no pudo evitar emocionarse al volver a
Alejandría. Diez años atrás había acompañado a su padre en un viaje oficial,
cuando el ilustre Sufián hubo de imponer cierto orden en una administración
provincial que enviaba recursos muy escasos a Damasco. El joven jerife apenas
pudo ver nada en aquella ocasión, la celeridad con que su progenitor acometió
el encargo del califa, junto a sus escasos quince años de existencia, dedicados
casi todos al estudio, impidieron que se deleitarse con lo mucho que la urbe
tolemaica era capaz de ofrecer a un visitante acomodado.
Ahora debería ser distinto a pesar de la
nueva premura de tiempo con la que llegaban a la ciudad, espoleados esta vez
por las diligencias que Abdelaziz realizó ante el califa, cuya decisión debía serle
comunicada cuanto antes al emir Musa. Sí, Yunán estaba dispuesto a fijarse
detenidamente en todo y a observar muy especialmente el arte de dos
civilizaciones decisorias para la especie humana, la egipcia y la griega. No se
conformaría, como la vez anterior, con la contemplación del inmenso faro
construido sobre una pequeña isla en la bocana del puerto o del palacio del
caíd que gobernaba la ciudad, donde su padre recibió en aquella ocasión al emir
de la provincia, llamado con urgencia para que rindiese cuentas antes de ser
destituido. Tampoco renunciaría a viajar hasta Fustat y desde allí realizar una
escapada a las grandes pirámides. Le habían hablado de ciertas barcas
denominadas feluccas que eran capaces
de remontar en condiciones de viento favorable el caudaloso Nilo …
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